15 de junio de 2010

El balcón de más acá


Por Martín Vergara

Una escarcha en forma de agujitas cae de ese cielo plomizo. “Hace calor, unos tres grados”, dicen. Las calles albergan a una población que se escurre en cada esquina. Es que de alguna forma Ushuaia es la esquina del mundo. Es el lugar donde dobla el viento: es una ciudad de cruces y paradojas.

Es un deleite de los sentidos y un cachetazo de la naturaleza. Es un lugar oscuro y mitológico. De un origen de milicos y convictos aislados en la misma cárcel. Gran parte de la ciudad fue construida por mano de obra engrillada que durante las primeras décadas del siglo pasado poblaron los pasillos helados de la cárcel más austral.

Esa mezcla energética vibra poderosa en las calles y las entrañas de la ciudad del fin del mundo, esa necesidad humana de tantear límites y explicaciones a lo que nos rodea.

Los pequeños copos de agua nieve suben y bajan. Dan pequeñas morisquetas al ritmo del viento helado. Hay miradas esquivas y mucha ropa en los pasajeros de la cuadra. Este pequeño hormiguero se prepara para una noche larga. El sol tomará fuerzas recién a las diez del otro día.

Esa mañana amanece celeste. Un aire helado baja del paredón nevado que se alza a las espaldas. Parece increíble que a alguien se le haya ocurrido fundar una ciudad en este lugar. De sólo pensar en proponérselo parece una irrealidad: es que cuando la luz del sol invade y clarifica el paisaje una toma realmente noción del marco en el que está. Es un milagro. Más bien un despropósito. Es una falta de respeto que uno intente pensar: sólo debería observar en silencio escuchando jazz.

El ritmo de una población foránea le pone color a la ciudad de hoy, globalizada y necesitada de estímulos. El aislamiento natural le da un aura especial, casi supersticioso.

Ushuaia es hermosa, tan bonita como imaginarse una ciudad crecida en la falda de un cerro nevado mirando el azul infinito del mar, pero también asfixiante. También es una marca registrada de una asociación de imágenes difícil de trasmitir. Es un experimento humano con la firma de Julio Verne. Es la confirmación que el fin no existe o todo lo contrario.

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