15 de febrero de 2012

Spinettalandia y sus amigos


Buenos Aires, Pilar. Parque Memorial.

Mediodía de viernes. Hace calor y el cielo está cristalino. Estoy triste y no voy a evitarlo. Camino por la calle que bordea la Panamericana entre unas hermosas casuarinas, jóvenes. Desde la noche del jueves que no paro de escuchar música de Spinetta. En cadena, el hechizo me mantiene hipnótico. Desde el momento que la noticia de su muerte me inundó ando con la mirada congelada en el infinito: no puede decir ni pensar mucho. Realizo actos mecánicos y camino en silencio. Miro la luna, que está muy nítida y escucho su música sin parar. Como si algo pudiera sanar, como si pudiera encontrar algo.

-Hola. Vengo al entierro de….(me doy cuenta que no puedo decirlo)

-¿De Spinetta?, me dice un tipo detrás de la reja.

-¿Familiar o amigo?, me pregunta.

-Amigo, digo, firme.

Entro decidido y con una piedra en el pecho. No puedo creerlo. El Flaco es tan presente que me cuesta pensarlo en pasado. No puedo dejar de sentir cuanto lo voy a extrañar. ¿Amigo o familiar?, me preguntó el tipo. Más que amigo…..“un referente espiritual”, le dije un día y él me miró por encima de sus anteojos de leer, me abrazó y nos sacamos una foto.

En la puerta hay muchos móviles de televisión esperando la llegada del féretro. Hay fotógrafos y algunos mirones locales. Me dicen que la caravana salió de Buenos Aires y me siento con mis auriculares en la verde pradera de ese cementerio club.

Mi cabeza gira por Mundos Spinetteanos y me voy a Barrancas de Belgrano, de ahí al día que tocó en el teatro Colón, al escenario del lago de Palermo, al Velódromo, a la mañanita que con mi hijo en brazos lo escuché en Radioset. Mi cabeza gira y recuerdo como me hacía ir de adolescente a buscar los libros de Carlos Castaneda, de Artaud, de los surrealistas. Me emociono al pensar en el código encriptado pero sutil que significa definirse: Spinetteano. Agarro mi celular y elijo de mi agenda a aquellas personas que estoy necesitando comunicarme y que quizá no veo hace años. “Abrazo Spinetteano”, tipeo y envío.

Me saco los auriculares y me conecto con el ambiente. Está llegando alguna gente y veo caras que creo reconocer. Sin querer pienso en el tamaño incorpóreo que deja, porque los discos están, eso está, es y será. Siento cuanto voy a extrañar su humor, sus entrevistas. Sus palabras y su mirada de las cosas, enormes referencias para quienes somos sus alumnos. Y pienso en esta sensación de orfandad: ¿y ahora?. Era el patriarca de los pájaros, me digo. Un ser de luz. Palabra que usó para cada una de las más de trescientas canciones que escribió.

Un enjambre de medios está agolpado en la puerta. No debe faltar mucho para la llegada. Ahora a los medios les importa el flaco, pienso. Si en la puta vida le dieron bola. Escuchar algo en la radio durante años era muy difícil. Realmente nunca fue popular. Se la pasó durante años tocando en pequeños teatros, bibliotecas, colegios y en cuanta causa que creyera justa. Intento pensar en que momento se hizo popular o masivo. Y siento que en el fondo todos lo respetaban. Pocos se animaban a hablar medianamente mal de él o su música. Se me cruza la gran persona que fue. Un tipo que podría definirse como íntegro: ideológicamente, filosóficamente. Honesto consigo mismo. Pequeña cosa, me digo. Y pagó caro su honestidad. Durante muchos años anduvo de contramano, pero fiel.

Que groso. Ser un terrible artista y una gran persona. Como padre, amigo y compañero todos sus seres cercanos no paran de hablar maravillas. Las imágenes se me cruzan y confirmo: nunca especuló con la nostalgia, pudiendo haberlo hecho mil veces. El hijo de puta se despidió en Vélez. Algo sabía, a mí que no me joda.

Vuelvo a mis auriculares y vibro con su música que es como un aleph de influencias de acuerdo a sus mil locuras, pero algo es indiscutible: suena a Spinetta. Siempre, de eso no hay duda.

¿Cuándo lo vi por última vez?, me pregunto. Se me entremezclan algunos recuerdos, pero enseguida la condenso. En el patio de un mercado tomado por la asamblea popular de Palermo. Un sábado por la tarde-noche. Yo andaba trabajando y salí a caminar armonioso. Grosera sorpresa la de encontrarme con el Flaco apoyando la causa de un grupo de vecinos y sentadito en un banco con su guitarra. “Hay que apoyar a estos pibes, son divinos”, dijo. Eramos no más de cincuenta personas.

Los cableros empiezan a correr, los reporteros se empujan. Las puertas se abren. Los autos negros se detienen. Los familiares se acercan al primer auto. Hablan con alguien de organización del parque y bajan un cajón lleno de flores, cartas, remeras escritas. Nadie habla. El silencio duele. Alguien grita: “te amo Flaco”. Otro grito: “No habrá ninguno igual”. Me parece imposible creer que ahí dentro está el cuerpo. La familia encabeza la caravana y todos entran a la capilla. Un cura intenta un par de palabras vacías. La caravana se encamina por el verde hasta un descanso de despedida.

Como en el funeral de El gran Pez están todos. Los Hijos, Familia y amigos rodeando el féretro. A pasos está Don Lucero, El Payaso Triste, Dylan Martí, Starosta (el idiota), Edelmiro Molinari, El Kamikaze, René de Calle 13, El Mono Fontana, Emilio Del Guercio, Maribel, El capitán Beto, Carolina Peleritti, Pappo, Pomo Lorenzo, La azafata del Tren Fantasma, Rodolfo García, Cristina Bustamente, Ludmila, Fito Paez, La muchacha, la Vieja Barrios….

El creador está dejando su cuerpo y todos se miran cómplices. El cajón pasa al sector de cremación y lloramos. Me alejo para dejar sola a la familia.

Algo de paz, misión cumplida para el Flaco, siento. El Gran Pez está en el Río de la Plata, en ésta ciudad en la que dejó energéticos señuelos durante su etapa terrenal.

Celebrar la vida, murmuro caminando. Eso me diría el Flaco.

Por Martín Vergara. 14/02/12.